Un homenaje a los gatos y a su amor independiente: libres, auténticos, amasadores de mantas, guardianes desde las alturas, obsesionados con cajas y capaces de llenar de pelos y ronroneos cada rincón de nuestra vida.
Por Club de Perros y Gatos
Querido gato:
Gracias por existir. Gracias por ignorarme el 80% del tiempo y recordarme, a tu manera, que el amor verdadero no es dependencia. Eres la definición misma de estilo y misterio: vives tu vida con total independencia de la mía y, aun así, de vez en cuando decides acercarte para regalarme un instante de conexión piel con piel. No me necesitas, y justamente por eso tu cariño se siente más auténtico. Porque, aunque muchas veces no te importe si estoy o no estoy, cuando eliges quedarte a mi lado es porque realmente quieres hacerlo.
Admiro tu honestidad sin disfraces: no finges. La gente te cae bien o mal, y lo dejas claro. Sin medias tintas, sin dobles discursos. O entregas un ronroneo confiado, o das media vuelta y desapareces con tu elegancia habitual. Me derrites cuando amasas con tus patitas como si fueras panadero, hundiendo el ritmo de tus garras diminutas en un cojín, una manta o incluso en mí.
Y qué decir de tu obsesión con las alturas. No importa si es un closet, una cortina, el refrigerador o una repisa con libros. Si es alto, te sirve. Trepas, vigilas y observas el mundo desde arriba con la seriedad de un guardián… o te quedas en la ventana, mirando para afuera como una señora copuchenta, atenta a todo lo que pasa en la calle. Igual de divertido es verte fascinado con las cajas de cartón: da lo mismo si es grande o chica, para ti siempre será palacio, guarida y parque de diversiones al mismo tiempo.
Y aunque yo crea que te he dado un hogar, en realidad vivo con la certeza de que la casa es tuya y yo soy apenas un allegado. Tú decides dónde puedo sentarme, quién puede venir de visita, qué objetos son dignos de tu atención y en qué momento me concedes el honor de tu compañía. Y me río, porque sé que tienes razón: soy yo quien se ha adaptado a tus costumbres, a tus horarios y a tus caprichos.
Sillones rasguñados, muebles marcados, ropa llena de pelos. Si antes de que llegaras me hubieran advertido que ibas a destruirlo todo, habría pensado que pondría el grito en el cielo. Pero no. Hoy miro el sillón heredado de la abuela con sus costuras abiertas por tus uñas, o esa blusa finísima que dejé recién planchada y que ahora está cubierta de tu pelaje, y sonrío. Porque entendí que esas huellas son tu firma, tu manera de recordarme: “estoy aquí, esta casa también es mía”.
Y tampoco me importa gastarme la plata que no tengo en comprarte tus Churus, porque sé que ese instante en que los devoras con ojos brillantes es pura felicidad. Tu felicidad. Y con eso, la mía también.
Pero lo más mágico es tu ronroneo. Ese motorcito suave que enciendes cuando decides confiar, cuando te dejas caer a mi lado y cierras los ojos. No hay sonido más sanador ni compañía más sincera. Tu ronroneo es paz.
Gracias, gato, por ser libre, por ser honesto y por recordarme que el amor de verdad no necesita cadenas. Gracias por elegirme, aunque sea solo a ratos, porque en esos momentos entiendo que no podría pedir nada mejor.
Con amor,
Tu familia humana.