En el Día del Perro, esta carta íntima rinde homenaje al vínculo humanocanino y a las lecciones de lealtad, curiosidad y alegría en lo simple que nuestros perros nos regalan cada día.

Querido compañero de cuatro patas:

Hoy me siento frente al teclado para darte las gracias. Puede sonar raro que un humano le escriba a su perro, sobre todo porque jamás leerás estas líneas, pero no importa: quiero dejar constancia de todo lo que me has enseñado desde que llegaste con tu mirada curiosa y esa cola alegre que rara vez se detiene.

Empiezo por lo evidente: tu amor incondicional y tu lealtad. Ese vínculo seguro que compartimos es un salvavidas en los días grises; saber que nunca me darás la espalda, que la traición no figura en tu diccionario, es un privilegio que atesoro. Tu nobleza supera, sin esfuerzo, a la de cualquier humano que conozco y me impulsa a ser mejor persona, a intentar parecerme un poco más a ti.

Y aunque a veces me queje, gracias por despertarme cada mañana con tu hocico insistente y ese golpeteo de cola impaciente. Tal vez necesites salir o simplemente quieras empezar el día conmigo. Tu “alarma” no tiene la opción “posponer” y, antes de que suene la primera notificación del teléfono, ya me recuerdas que afuera el mundo se mueve y que vale la pena levantarse de la cama. Más allá de cualquier reunión en la oficina, o compromiso social, la primera cita de la mañana es contigo. Y me gusta mucho que así sea.

Después está tu recibimiento cuando vuelvo a la casa. Puedo llegar tras un mal día en el trabajo, una discusión con mi pareja o un intercambio desagradable en el tráfico; da igual. Sé que detrás de la puerta estás tú y eso basta para cambiar el ánimo. No importa si me ausenté cinco minutos o cinco horas: me recibes como solo tú sabes hacerlo, haciéndome sentir la persona más querida del planeta con tus vueltas, saltos y rasguños cariñosos. Celebras mi existencia tal cual, sin condiciones.

Contigo, además, he aprendido a ser feliz con menos. Verte disfrutar de una luz tibia que entra por la ventana para dormir tu siesta, esa pelota roñosa que insistes en recuperar una y otra vez, o el simple placer de tumbarte panza arriba para pedir caricias bastan para que tu día sea perfecto. Me recuerdas, todos los días, que la felicidad suele estar en lo simple.

Otra lección clave es la ausencia de prejuicios. En cada paseo saludas a todos por igual; si no te responden, no insistes (a veces sí), pero tampoco te ofendes. Detectas la buena vibra y la devuelves multiplicada, sin esperar nada a cambio.

Hablemos de explorar el mundo. Cada olor es un universo; cada rama caída, una oportunidad de juego; cada esquina, un mapa por trazar. Es imposible no contagiarse de tu asombro. Gracias a ti he redescubierto calles que antes recorría en piloto automático.

Quizá tu enseñanza más grande sea vivir el presente. Para ti no existe ayer ni mañana: solo cuenta el momento. Si hay pelota, se juega; si hay sol, se descansa; si llueve, se corre igual. Me recuerdas que preocuparse por lo que pasó o por lo que aún no llega es desperdiciar la energía que podríamos usar disfrutar el ahora.
La comunicación corporal también merece su párrafo. Un leve giro de orejas, un bostezo ruidoso, esa forma de clavarme la mirada hasta que entiendo que necesitas agua. He afinado mi capacidad de leer gestos ajenos gracias a ti; entenderte me entrena para entender mejor a los demás.

Pero no todo es fiesta. Como buen perro guardián, también te tomas en serio el rol de cuidar la casa. Cuando escuchas un ruido fuera de horario, tu cuerpo cambia de inmediato: pecho erguido, ojos atentos, un ladrido grave que dice “aquí adentro estamos bien”.

Y luego está tu capacidad de perdonar. Si me retraso en el paseo o me distraigo con el teléfono, haces un leve gesto de reproche y sigues adelante. Esa ligereza para soltar lo que no suma es otra lección que intento copiarte, aunque confieso que todavía me cuesta.

Finalmente, no puedo dejar fuera lo que he aprendido sobre cuidar. Llenarte el plato de comida y agua, mantener tus vacunas al día o levantarme del sofá para el paseo nocturno cuando ya estaba cómodo… Descubrí que cuidar es constancia y que puedo hacerlo bien si me lo propongo.

En definitiva, gracias por elegirme. Esta carta es más que un simple agradecimiento, es un inventario de las lecciones de vida que me diste sin proponértelo: ser leal sin negociar, comunicar con el cuerpo, desprenderse de prejuicios, explorar sin miedo, vivir intensamente el ahora, perdonar rápido y encontrar felicidad en lo simple.

Prometo honrar lo aprendido: seguir jugando cuando me lo pidas, no escatimar paseos ni caricias y recordar, sobre todo, que el presente es el mejor lugar para encontrarnos.

Espero que seas eterno y que siempre me acompañes, porque sinceramente, no imagino
mi vida sin ti.

Con amor,
Tu tutor.